lunes, 28 de diciembre de 2015

Vicious (V.E. Schwab) - Capítulo XV






XV
Hace diez años
Centro Médico Lockland

Eli se dejó caer en la silla del hospital junto a la cama de Víctor, tirando la mochila en el suelo a su lado. El propio Víctor acababa de terminar su última sesión con la psicoanalista, la Sra. Pierce, en la cual habían explorado su situación con sus padres, de quienes la Sra. Pierce era -como era de esperar- fan. Pierce terminó la sesión con la promesa de un libro firmado y la sensación de que habían hecho serios avances. Víctor terminó la sesión con un dolor de cabeza y una nota para citarse con el consejero de Lockland un mínimo de tres veces. Había negociado esa sentencia de setenta y dos horas hasta dejarla en cuarenta a cambio de ese libro firmado. Ahora se estaba peleando con la pulsera del hospital, imposible de quitar. Eli se inclinó hacia delante, sacó una navaja, y cortó el material mitad plástico mitad papel. Víctor se frotó la muñeca y se levantó, después hizo una mueca de dolor. Casi morir había resultado ser algo nada agradable. Todo le dolía de una manera sorda y constante.

-¿Listo para salir de aquí?- Preguntó Eli, echándose al hombro la mochila.

-Dios, sí.-Dijo Víctor- ¿Qué hay en la mochila?

Eli sonrió.

-He estado pensando,-dijo mientras vagaban por los estériles pasillos- sobre mi turno.

El pecho de Víctor se contrajo.

-¿Hmm?

-Esto ha sido en realidad una experiencia de la que aprender,- Dijo Eli. Víctor farfulló algo desagradable, pero Eli continuó. La borrachera fue una mala idea. Tanto como los analgésicos. El dolor y el miedo son inextricables del pánico, y el pánico ayuda a producir adrenalina y otras sustancias químicas en situaciones de vida o muerte. Ya lo sabes.

Víctor frunció el ceño. Sí, ya lo sabía. Como si le hubiera importado emborracharle…

-Solo hay un cierto número de situaciones,- Continuó Eli mientras atravesaban unas puertas automáticas de cristal y salían al frío exterior,- en las que podamos introducir ambos, suficiente pánico y suficiente control. Las dos son en la mayoría de los casos mutuamente exclusivas. O al menos, no coinciden demasiado. Cuanto más control, menos necesidad de pánico, etc, etc…

-¿Pero qué hay en la mochila?

Llegaron al coche, y Eli lanzó el objeto de intriga al asiento de atrás.

-Todo lo que necesitamos.- La sonrisa de Eli se amplió.- Bueno. Todo menos el hielo.

***

De hecho, “todo lo que necesitamos” significaba una docena de inyecciones de epinefrina, más comúnmente conocidas como EpiPen, y el doble de almohadillas térmicas de un solo uso, del tipo que los ladrones llevan en las botas y los fanáticos del futbol en los guantes durante los juegos de invierno. Eli cogió tres de las inyecciones y las alineó en la mesa de la cocina junto a la pila de almohadillas, y luego dio un paso hacia atrás, haciendo un movimiento reverencial, como si le estuviera ofreciendo a Víctor un banquete. Media docena de bolsas de hielo descansaban contra el lavabo, pequeños ríos de condensación humedeciendo el suelo. Habían parado a por ellos de camino a casa.

-¿Has mangado esto?- Preguntó Víctor, sosteniendo una inyección.

-Lo he tomado prestado en nombre de la ciencia,- Opuso Eli mientras cogía una almohadilla de mano y le daba la vuelta para examinar el revestimiento de plástico desechable que servía de mecanismo de activación.- He estado cogiendo medicamentos de Lockland desde el primer año. Ni siquiera se inmutan.

La cabeza de Víctor martilleaba, otra vez.

-¿Esta noche?- Preguntó, no por primera vez desde que Eli había explicado su plan.

-Esta noche.-Confirmó Eli, arrancando la inyección del agarre de Víctor.- Había pensado en disolver la epinefrina directamente en solución salina y que me lo administraras en vía intravenosa, ya que eso proporcionaría una distribución más eficiente, pero es más lento que los EpiPens, y dependiente de una buena circulación. Por otro lado, dada la naturaleza de la situación, he pensado que nos iría mejor con una opción más “amable” con el consumidor.

Víctor consideró los suministros. Los EpiPens serían la parte fácil, la compresión es más difícil y dañina. Víctor había hecho un cursillo de CPR (resucitación cardiopulmonar), y tenía un conocimiento intuitivo del cuerpo, pero aun así era un riesgo. Ni las preparaciones para estudiante de medicina ni las habilidades innatas podían preparar a un estudiante para lo que ellos intentaban hacer. Matar algo era fácil. Traer de vuelta a la vida necesitaba de algo más que mediciones y medicina. Era como cocinar, pero no como hornear. Hornear necesitaba un sentido del orden. Cocinar necesitaba una llama, un poco de arte, un poco de suerte. Y esta clase de cocina necesitaba “mucha” suerte.

Eli alzó dos EpiPens más, y dispuso los tres en su mano. La mirada de Víctor vagó desde las inyecciones hasta las almohadillas, y al hielo. Unos instrumentos muy simples. ¿Podría ser así de fácil?

Eli dijo algo. Víctor retomó la atención.

-¿Qué?- Preguntó.

-Se está haciendo tarde,- Dijo Eli de nuevo, señalando más allá de las bolsas de hielo, al cielo en la ventana, donde la luz se desvanecía con rapidez del cielo.- Será mejor que nos pongamos en marcha.

***

Víctor deslizó los dedos sobre el agua helada, y retrocedió. A su lado, Eli rajaba la última bolsa, mirando cómo se rompía y derramando el hielo en la bañera. Con las primeras bolsas, el hielo se había quebrado y roto, y medio disuelto, pero pronto el agua del baño estuvo lo suficientemente fría para evitar que los cubitos se derritieran. Víctor retrocedió hasta el lavabo y se apoyó en él, con los tres EpiPens en la mano.

Habían discutido el orden de las operaciones varias veces por ahora. Los dedos de Víctor temblaban ligeramente. Agarró el borde del lavabo para calmarlos mientras Eli se quitaba los pantalones, el jersey, y finalmente la camiseta, revelando una serie de cicatrices descoloridas que sombreaban su espalda. Eran antiguas, llevadas como poco más que sombras, y Víctor las había visto antes, pero nunca había preguntado. Ahora, mientras contemplaba la posibilidad bastante cierta de que ésta pudiera ser la última conversación que tuviera con su amigo, la curiosidad le ganó. Intentó formular la pregunta, pero no fue necesario, porque Eli respondió sin siquiera instigarle.

-Mi padre me lo hizo cuando era un niño,- Dijo suavemente. Víctor contuvo el aliento. En más de dos años, Eli nunca había mencionado a sus padres.- Él era ministro.- Había algo distante en su voz, y Víctor no pudo evitarlo, pero notó el “era”. Pasado.- Creo que nunca te lo había contado.

Víctor no sabía que decir, así que dijo las palabras más inútiles del mundo.- Lo siento.

Eli desvió la mirada, y se encogió de hombros, las cicatrices deformándose por el gesto.- Todo se solucionó.

Dio un paso hacia la bañera, sus piernas descansaban contra la pared de porcelana mientras él miraba abajo, a la reluciente superficie. Víctor lo observó mirar la bañera, y sintió una extraña mezcla entre interés y preocupación.

-¿Tienes miedo?- Le preguntó.

-Estoy aterrorizado.- Dijo Eli.- ¿No lo estabas tú?

Víctor pudo recordar vagamente un atisbo de miedo, revoloteando ligeramente antes de ser destripado por los efectos de las pastillas y el whiskey. Se encogió de hombros.

-¿Quieres una copa?- Preguntó. Eli sacudió la cabeza.

-El alcohol calienta la sangre, Vale.- Dijo, con los ojos aún fijos en el agua helada.- Eso no es exactamente lo que busco con esto.

Víctor se preguntó si Eli sería capaz de hacerlo de verdad, o si el frío rompería su máscara de felicidad y encanto, haciéndola añicos para revelar al chico normal debajo. La bañera tenía asideros en algún lugar por debajo de la superficie helada, y habían hecho un ensayo antes de cenar, –tampoco estaban terriblemente hambrientos- Eli se había subido a la bañera antes vacía, y enroscando los dedos en los asideros, plegando los dedos de los pies bajo el borde del fondo de la bañera. Víctor había sugerido una cuerda, algo para atar a Eli a la bañera, pero Eli se había negado. Víctor no estaba seguro de si había sido una bravuconada o preocupación por el estado del cuerpo debido a este fallo.

-Cualquier día de estos.- Dijo Víctor, intentando disipar la tensión. Cuando Eli no se movió, no le gratificó siquiera con una sonrisa vacía, Víctor se acercó al inodoro, donde descansaba su laptop. Abrió un programa de música y le dio Play, inundando la pequeña habitación llena de azulejos con el ritmo duro de una canción de rock.

-Mejor que apagues esa mierda cuando estés buscándome el pulso.- Dijo Eli.

Y luego cerró los ojos. Sus labios se movían levemente, y aunque sus manos colgaban a sus lados, Víctor sabía que estaba rezando. Lo dejaba perplejo, cómo alguien a punto de jugar a ser Dios podía rezarle, pero claramente eso no incomodaba a su amigo.

Cuando los ojos de Eli se abrieron vagamente, Víctor preguntó:

-¿Qué le has dicho?

Eli levantó un pie descalzo hasta el borde de la bañera, mirando fijamente al contenido.

-He puesto mi vida en sus manos.

-Bueno,- Dijo Víctor, con sinceridad.- esperemos que te la devuelva.

Eli asintió, y tomó una corta respiración –Víctor imaginó que podría escuchar la más débil de las vacilaciones en ella- antes de sumergirse en la bañera.

***

Víctor se posó en la bañera, sosteniendo una copa mientras miraba fijamente el cadáver de Eliot Cardale.

Eli no había gritado. El dolor se había reflejado en cada uno de los cuarenta y tres músculos que, según las clases de anatomía de Víctor, conformaban el rostro humano, pero lo peor que había hecho Eli fue soltar un pequeño gemido con los dientes apretados cuando su cuerpo traspasó la superficie de agua helada. Víctor sólo había pasado los dedos por ella, y el frío había sido suficiente para provocarle una ráfaga de dolor por todo el brazo. Quería odiar a Eli por su tranquilidad, había casi esperado -casi- que fuera demasiado para él. Que se rompiera, se diera por vencido, y Víctor lo hubiera ayudado a salir de la bañera, y le hubiera ofrecido una copa, y los dos se hubieran sentado y hablado de sus pruebas fallidas, y más tarde, cuando hubiera una distancia segura tras ellos, se hubieran reído de lo que habían padecido por el bien de la ciencia.

Víctor tomó otro sorbo de su bebida. Eli estaba de un color blanco azulado bastante enfermizo.

No había tardado tanto como esperaba. Eli se había callado hacía varios minutos. Víctor había apagado la música, el ritmo pesado resonaba en su cabeza, hasta que se dio cuenta de que era su corazón. Cuando se aventuró a introducir una mano en la bañera helada para buscar el pulso de Eli -ahogándose con los jadeos por el frío cortante- no hubo nada. Sin embargo, había decidido esperar unos cuantos minutos más, por eso se sirvió la copa. Si Eli se las arreglaba para volver, no podría acusar a Víctor de precipitarse.

Cuando le pareció obvio que el cuerpo en la bañera no reviviría de alguna forma por sí mismo, Víctor dejó la copa, y se puso manos a la obra. Sacar a Eli de la bañera fue la parte más difícil, ya que era algo más alto que Víctor, estaba rígido, y sumergido en agua helada. Tras varios intentos y un buen surtido de maldiciones por lo bajo (Víctor normalmente era callado, pero aún más bajo presión, lo que le daba a sus compañeros la inequívoca impresión de que sabía lo que hacía, incluso cuando no era así), se tiró al suelo, con el cuerpo de Eli golpeando el suelo a su lado con el golpe seco característico de los cuerpos sin vida. Víctor se estremeció. Pasó de los EpiPens y se fue a por la pila de mantas y calentadores, recordando las instrucciones de Eli, y rápidamente secó el cuerpo. Después activó los calentadores y los colocó en los puntos vitales: cabeza, parte posterior del cuello, muñecas, ingle. Esta era la parte del plan que requería suerte y arte. Víctor tenía que determinar qué parte del cuerpo estaba lo suficientemente caliente para empezar las compresiones. Demasiado pronto significaba demasiado frío y demasiado frío significaba que la epinefrina sometería al corazón y órganos a demasiada presión. Demasiado tarde significaba demasiado tiempo y demasiado tiempo significaba muchas más posibilidades de que Eli estuviera demasiado muerto como para arreglarlo.

Víctor encendió la lámpara de calor, a pesar de que estaba sudando, y alcanzó tres EpiPens de la encimera –tres era el límite, y sabía que si no había respuesta cardiaca con la tercera inyección, era demasiado tarde- y los colocó en las losas junto a él. Los reacomodó, volviéndolos a dejar como líneas rectas, esas pequeñas acciones le daban sensación de control mientras esperaba. Cada pocos segundos, revisaba la temperatura de Eli, no con un termómetro, sino contra su propia piel. Se habían dado cuenta durante su paseo de que no tenían ningún termómetro, y Eli, en un extraño arranque de impaciencia, había insistido en usar el criterio de Víctor. Podría haber sido su sentencia de muerte, pero la fe de Eli en Víctor giraba en torno al hecho de que todos en Lockland creían que tenía una afinidad por la medicina, un entendimiento sin esfuerzo alguno y casi sobrenatural del cuerpo humano (en verdad, estaba bastante lejos de ser “sin esfuerzo”, pero Víctor tenía maña para adivinar). El cuerpo era una máquina, simplemente las piezas necesarias, cada componente a su debido nivel, desde los músculos y huesos hasta las sustancias químicas y las células, operación y acción y reacción. Para Víctor simplemente “tenía sentido”.

Cuando Eli parecía lo suficientemente cálido, empezó las compresiones. La carne bajos sus manos estaba subiendo de temperatura, haciendo que el cuerpo se pareciera menos a un helado y más a un cadáver. Se encogía mientras las costillas crujían bajo sus enmarañadas manos, pero no paró. Sabía que si las costillas no se separaban del esternón, no estaba presionando lo suficientemente fuerte para alcanzar el corazón. Tras varias repeticiones, paró para coger la primera inyección, y la clavó en la pierna de Eli.

Uno, dos, tres.

Ninguna respuesta.

Empezó a presionar de nuevo, intentando no pensar en las costillas rotas y el hecho de que Eli aún pareciera completa e innegablemente muerto. Los brazos de Víctor ardían mientras resistía el impulso de mirar de reojo su teléfono, que se había caído de su bolsillo en la lucha por sacar a Eli de la bañera. Cerró los ojos, continuó contando y presionando sus puños entrelazados arriba y abajo y arriba y abajo y arriba y abajo sobre el corazón de Eli.

No funcionaba.

Víctor cogió la segunda inyección, y la clavó en el muslo de Eli.

Uno, dos, tres.

Aún nada.

Por primera vez, el pánico llenó la boca de Víctor en forma de bilis. Tragó, y continuó con las compresiones. Los únicos sonidos en la habitación eran su recuento susurrado y su pulso -“su” pulso, no el de Eli- y el singular ruido de sus manos intentando desesperadamente reiniciar el corazón de su mejor amigo.

Intentándolo. Y fallando.

Víctor empezaba a perder la esperanza. Se estaba quedando sin opciones, y sin inyecciones. Solo quedaba una. Sus manos se deslizaron por el pecho de Eli, sacudiéndolo mientras sus dedos se agarraban a él. Alcanzó la última inyección, y paró. Bajo él, tendido sobre los azulejos, estaba el cuerpo de Eli Cardale. Eli, el que apareció en el pasillo el segundo año con un traje y una sonrisa. Eli, el que creía en Dios y tenía un monstruo en su interior como Víctor, pero que sabía cómo esconderlo mejor. Eli, el que se había ido con todo, que se había metido en su vida y le había robado a su chica y era el mejor en el ranking y en la estúpida beca del trabajo de investigación de las vacaciones. Eli, el que, a pesar de todo, significaba algo para Víctor.

Tragó saliva, e introdujo la inyección en el pecho de su amigo.

Uno, dos, tres.

Nada.

Y entonces, en algún momento entre que Víctor se rendía y buscaba su teléfono, Eli jadeó.

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